lunes, 22 de abril de 2019

FRAGMENTO DE LOS GIRASOLES CIEGOS

El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subirían a unos camiones para ir al cementerio de la Almudena, de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los de la cuarta galería; a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos. Sabían por el alférez capellán que no todos los condenados a muerte eran ya fusilados. Intervenciones de familiares, recomendaciones especiales, gestos arbitrarios de gracia, iban reduciendo el número de ejecutados a medida que pasaban los meses. Se sabía de muchos que iban de la cuarta galería a la prisión de Dueso, o a Ocaña o a Burgos. Por eso sólo pensaban en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, incluso una hora más. Seguramente ésa era la razón por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desleídos en el gris sucio de las paredes de la celda colectiva. Los primeros meses, cuando todavía el frío estaba fuera de sus huesos, había siempre alguien que, encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio, gritaba ¡Viva la República! cuando los de la cuarta, al amanecer, iban subiendo a los camiones. Adiós, compañero; adiós, amigo. Te vengaremos. Sin embargo, poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue oscureciendo el alba.

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