El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de
resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte.
Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados
subirían a unos camiones para ir al cementerio de la Almudena, de donde nunca volverían. Pero esos nombres
eran sólo para los de la cuarta galería; a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel
Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los
que están vivos.
Sabían por el alférez capellán que no todos los condenados a muerte eran ya fusilados. Intervenciones de
familiares, recomendaciones especiales, gestos arbitrarios de gracia, iban reduciendo el número de ejecutados
a medida que pasaban los meses. Se sabía de muchos que iban de la cuarta galería a la prisión de Dueso, o a
Ocaña o a Burgos. Por eso sólo pensaban en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente
que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, incluso una hora más. Seguramente ésa era la
razón por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desleídos en el gris sucio de las paredes de la celda
colectiva.
Los primeros meses, cuando todavía el frío estaba fuera de sus huesos, había siempre alguien que,
encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio, gritaba ¡Viva la República! cuando los de la cuarta,
al amanecer, iban subiendo a los camiones. Adiós, compañero; adiós, amigo. Te vengaremos. Sin embargo,
poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue oscureciendo el alba.
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