miércoles, 5 de febrero de 2020

EL CORBACHO (1438)

Se divide en cuatro partes. La primera, la más extensa, está toda ella dedicada a la reprobación del “loco amor”. Pasa revista a los males físicos y espirituales que general la lujuria. Con ella se ofende a Dios y se provocan “muertes, omezillos e guerras”. Siguiendo los procedimientos retóricos del ars predicandi, el Arcipreste explica cómo se quebrantan cada uno de los diez mandamientos y se cae en todos los pecados capitales. Ejemplifica sus amonestaciones con el recuerdo de algunos lances conocidos por él. La conclusión es que el hombre no debe buscar más que el amor divino.
La segunda parte es la más interesante desde el punto de vista literario y a ella debe la obra su celebridad. Trata de “los vicios, tachas e malas condiciones de las malas e viciosas mujeres”. A lo largo de 13 capítulos, pasa revista a las avariciosas, murmuradoras, codiciosas, envidiosas, inconstantes, falsas, desobedientes, soberbias, fatuas, perjuras, borrachas, criticonas y lujuriosas. El último capítulo enlaza con la primera parte para concluir que “amar a Dios es sabieza e lo ál locura”
Aunque antes de comenzar sus vituperios, declara que aprueba a las mujeres virtuosas, parece ser que estas no existen, a juzgar por los modelos que presenta.

Es interesantísimo el reflejo de la vida cotidiana, especialmente de las costumbres femeninas que se descubren hasta en sus más íntimos entresijos. Es célebre el fragmento en que se da cumplida cuenta de todo lo que las mujeres guardan en sus cofres y de los innumerables afeites y ungüentos que usan a diario. Es un ameno retablo cuajado de anécdotas, refranes, dichos maliciosos y recuerdos personales, con toda la expresividad de la lengua popular.

La tercera parte, mucho menos atractiva, pasa a ocuparse de los varones. Sus ataques son más suaves y, a la postre, se concluye que de todos los desvíos masculinos la culpable es la mujer. Estudia los distintos temperamentos: sanguíneo, colérico, flemático y melancólico y sus respectivas disposiciones para el amor.

La cuarta parte es una disquisición teológica en la que argumenta con los más hábiles recursos escolásticos en favor del libre albedrío, que no está reñido con una cierta afición por la ciencia astrológica, y de la suprema sabiduría divina. Decae aún más el interés de la obra al convertirse en un auténtico sermón, cuajado de citas bíblicas y sin la vitalidad estilística de otras páginas.

A partir de la edición de 1498 se añade un prólogo llamado Demanda donde el autor cuenta cómo en sueños se vio atacado por un batallón de mujeres que le reprochaban su misoginia y le agredían brutalmente. Por ese motivo, se retracta de sus palabras y pide perdón por las ofensas que en ellas hacía. Aconseja que se tire su libro al fuego.

Como se ha podido comprobar, estamos ante una obra de tono moralizante cuyo sentido último es  la reprobación del amor mundano y la exaltación del divino.

El mérito de la obra hay que buscarlo en una lengua exuberante, en la tremenda gracia de la sátira y en los animados tipos humanos, no en la rígida moralidad de que hace gala el autor.

Con su sátira Martínez de Toledo desacredita el amor cortés, tan de moda en círculos aristocráticos que él frecuentaba, al destruir la figura idealizada de la mujer.

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