martes, 30 de octubre de 2018

SONETOS DE EXAMEN


Texto I

Soneto XIII
Engaño es grande contemplar de suerte
toda la muerte como no venida,
pues lo que ya pasó de nuestra vida,
no fue pequeña parte de la muerte.
Con excepción se dio, puesto que es fuerte,
de morir el vivir, mas ya vencida
no deja que temer, si prevenida
mientras vivimos, en morir se advierte.
Al que le aconteció nacer, le resta
morir; el intervalo, aunque pequeño,
hace la diferencia manifiesta.
La muerte, al fin de cuanto vive dueño,
está de dos imágenes compuesta:
el tiempo, antes de nacer, y el sueño.


La mocedad del año, la ambiciosa
vergüenza del jardín, el encarnado
oloroso rubí, tiro abreviado,
también del año presunción hermosa:

la ostentación lozana de la rosa,
deidad del campo, estrella del cercado,
el almendro en su propia flor nevado,
que anticiparse a los calores osa:

reprensiones son, ¡oh Flora!, mudas
de la hermosura y la soberbia humana,
que a las leyes de flor está sujeta.

Tu edad se pasará mientras lo dudas,
de ayer te habrás de arrepentir mañana,
y tarde, y con dolor, serás discreta.

Texto III

No me preguntes más, es mi secreto,
secreto para mí terrible y santo;
ante él me velo con un negro manto
de luto de piedad; no rompo el seto

que cierra su recinto, me someto
de mi vida al misterio, el desencanto
huyendo del saber y a Dios levanto
con mis ojos mi pecho siempre inquieto.

Hay del alma en el fondo oscura sima
y en ella hay un fatídico recodo
que es nefando franquear; allá en la cima

brilla el sol que hace polvo al sucio lodo;
alza los ojos y tu pecho anima;
conócete, mortal, mas no del todo.

Texto IV

Ayer deidad humana, hoy poca tierra;
aras ayer, hoy túmulo, oh mortales!
Plumas, aunque de águilas reales,
plumas son; quien lo ignora, mucho yerra.
Los huesos que hoy este sepulcro encierra,
a no estar entre aromas orientales,
mortales señas dieran de mortales:
la razón abra lo que el mármol cierra.

La Fénix que ayer Lerma fue su Arabia
es hoy entre cenizas un gusano,
y de conciencia a la persona sabia.

Si una urca se traga, el oceano,
¿qué espera un bajel luces en la gavia?
Tome tierra, que es tierra el ser humano.

Texto V

Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano,
el Cid siguió su rumbo por la primaveral
senda. Un pájaro daba su nota de cristal
en un árbol. El cielo profundo desleía
un perfume de gracia en la gloria del día.
Las ermitas lanzaban en el aire sonoro
su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma de las flores iba por los caminos
a unirse a la piadosa voz de los peregrinos
y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,
iba cual si llevase una estrella en el pecho.
Cuando de la campiña, aromada de esencia
sutil, salió una niña vestida de inocencia,
una niña que fuera una mujer, de franca
y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.
Una niña que fuera un hada, o que surgiera
encarnación de la divina Primavera.

Y fue al Cid y le dijo: «Alma de amor y fuego,
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,
esta rosa naciente y este fresco laurel».
Y el Cid, sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su guante de hierro hay una flor naciente,
y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel.

Texto VI

Subo con tan gran peso quebrantado
por esta alta, empinada, aguda sierra,
que aun no llego a la cumbre cuando yerra
el pie y trabuco al fondo despeñado.

Del golpe y de la carga maltratado,
me alzo a pena y a mi antigua guerra
vuelvo ¿mas qué me vale? Que la tierra
mesma me falta al curso acostumbrado.

Pero aunque en el peligro desfallesco
no desamparo el paso; que antes torno
mil veces a cansarme en este engaño.

Crece el temor y en la porfía cresco,
y sin cesar, cual rueda vuelve en torno,
así revuelvo a despeñarme al daño.

Texto VII

La noche por ser triste carece de fronteras.
Su sombra en rebelión como la espuma,
rompe los muros débiles
avergonzados de blancura;
noche que no puede ser otra cosa sino noche.

Acaso los amantes acuchillan estrellas,
acaso la aventura apague una tristeza.
Mas tú, noche, impulsada por deseos
hasta la palidez del agua,
aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.

Más allá se estremecen los abismos
poblados de serpientes entre pluma,
cabecera de enfermos
no mirando otra cosa que la noche
mientras cierran el aire entre los labios.

La noche, la noche deslumbrante,
que junto a las esquinas retuerce sus caderas,
aguardando, quién sabe,
como yo, como todos.

Texto 1. Lope de Vega
Texto 2. Quevedo
Texto 3. Unamuno
Texto 4. Góngora
Texto 5. Rubén Dario
Texto 6. Fernando de Herrera
Texto 7. Luis Cernuda

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